Las abuelas y abuelos de hoy, nacidos alrededor de los años 30 y 40 del siglo XX, vivieron ese particular momento de la historia moderna en que surgió la idea de lo joven, como una cualidad a preservar. Hasta entonces las personas pasaban de la infancia a la adultez sin mayor trámite. Se reflejaba en la vestimenta, los varones usaban camisa y corbata, desde pequeños hasta el fin de sus días, mientras lo propio sucedía con las mujeres y sus faldas. No había un vestuario intermedio, de los teenagers, nada. La vida consistía en crecer obedeciendo para repetir la historia de mamá y papá. En ese proceso, la juventud no recibió atención alguna sino hasta la posguerra de la II guerra mundial, que provocó interés por los millones de jóvenes que murieron en despiadadas batallas y por los que regresaban a intentar reconstruir una existencia incierta.
Por fortuna apareció el rock para cambiarlo todo y, como dice Calero, para inventar la juventud, que de entrada se manifestó como sinónimo de rebeldía y cuestionamiento al establishment. El revuelo global que ocasionaron los Beatles y Elvis Presley, por citar un par de nombres y películas icónicas como Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) o Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) consolidaron a la idea de ser joven como un atributo, emergiendo -condescendiente- por encima de las ya no tan poderosas figuras de los mayores.
Hoy vivimos tiempos en que el mundo institucional se ha volcado, como nunca, a promover conceptos como la inclusión, la igualdad y la diversidad y sin embargo pareciera que se está ignorando de varias maneras a los mayores. Las zonas rurales, abandonadas por el Estado, expulsan fuerza de trabajo provocando que los adultos se queden en pueblos cada vez más vacíos, mientras los jóvenes salen a buscar mejor suerte y a lidiar con su desarraigo en ciudades, donde los nativos digitales y sus hermanos mayores, que sobrevaloran su juventud, se ocupan de avanzar cada vez más en la transformación digital, sin tener en cuenta a las abuelas y abuelos.
Los cambios que las empresas han desarrollado en servicios digitales de atención al cliente son, para muchos adultos mayores, completamente incomprensibles, pues no hay contacto humano. Son también frustrantes, van perdiendo la autonomía necesaria para su autoconfianza, a causa de una tecnología que no siempre los toma en cuenta. La experiencia de usuario en campos como los servicios bancarios y de telecomunicaciones, por ejemplo, pueden ser algo imposible de resolver. Lo que llamamos interfaz intuitiva, no lo es para todos y tal parece que poco importa.
“Nuestra sociedad ha hecho de la desafección una parte obligatoria de las ocupaciones vitales”, afirma Zygmunt Bauman, en lo que me animo a incluir la forma de relacionarnos con nuestros abuelos.
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