Dos años y una pandemia después, llegó la decimosexta versión de la larga noche de museos, la esperaba con ansias. Eran cientos de propuestas. Había que tener muy claro dónde querías ir, entendiendo que las filas podían ser eternas; vi una que ocupaba unas cuatro cuadras, por la calle Sagárnaga, donde había un local en el que se hacía, ni más ni menos, que un tributo a la llajua. Fabuloso.

La Plaza Mayor rebalsaba gente, la zona central parecía un hormiguero, como si todos hubiésemos salido al mismo tiempo, estaban los solitarios, las madres con sus guaguas, una en aguayo y la otra de la mano; las familias de ocho, con abuelos incluidos y claro, te encontrabas con mucho más: anticucheras, parejas que se comían a besos, pintores callejeros, artesanos, ventas de libros usados, algodoneros de azúcar, niños potosinos bailando por monedas, escultores produciendo en vivo, DJ acompañando exposiciones, músicos afinando sus instrumentos, policías diciendo «circulen» a los borrachitos, ancianas pidiendo una moneda, niños entusiasmados con los cuadros en las galerías, otros, eufóricos con los cosplayers de Harry Potter, mientras sucedían dos conciertos al mismo tiempo en la Plaza Abaroa, con la feria de arte libre al medio. Un poco más allá estaba el Mercadito Pop, las cholitas escaladoras, el club del anime, la colección de muñecas, los inventos de Da Vinci, el Market Creativo, desfiles de moda… y mucho, mucho más.
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