Brutalismo en el cine: la película de Corbet

Son disfrutables tres horas y media, gracias a excelsas actuaciones, así como estéticas visual y sonora dignas de todos los premios acumulados hasta hoy (118 ganados y 345 nominaciones, según IMDB). El brutalista es, con esa duración, una historia que le ha permitido a su director dibujar varias capas y subtramas para sus personajes y, por tanto, hay más de una lectura posible, desde ángulos sociales, históricos, políticos, técnicos, artísticos y culturales. Es, en otras palabras, un tema que permite varias horas de conversación.

Si bien tiene tintes de documental y de biografía, es una película de ficción que trata sobre László Toth, un genio húngaro de la arquitectura, que huye del holocausto junto a su familia y se instala en Filadelfia, donde tratan de rehacer sus vidas, en un entorno conservador y nacionalista. Se relacionan con un supuestamente accesible – buen tipo – millonario – industrial Harrison Van Buren (magistralmente interpretado por Guy Pearce), quien ofrece a László y a su familia la oportunidad de lograr el sueño americano, al encargarle el diseño de una obra monumental. Esto llevará a Toth, a las relaciones que se entablan y a la narración a extremos insospechados, en los que la participación de Erzsébet (una Felicity Jones de lujo) aporta la solvencia y el equilibrio que la historia precisa.

Adrien Brody logra una interpretación impecable, auténtica y que, aunque ha generado cierta polémica por el uso de inteligencia artificial para mejorar su acento húngaro, no debería afectar la calificación de su trabajo actoral. Ha sido mencionada también la coincidencia de que Brody personifique a Toth luego de haber hecho El pianista (Roman Polanski, 2002). Brody ganó el premio Oscar a mejor actor por ese papel, así que este año podría haber una segunda coincidencia.

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El honor de Anora

Tiene 23 años. Se gana la vida haciendo lap-dance, ese baile que en realidad es más un juego erótico por el que se paga para mirar muy de cerca, sin derecho a toque. Las propinas son su fuente principal de ingresos. Ocasionalmente, también hace de trabajadora sexual.

Descendiente de migrantes rusos, vive en Brooklyn, donde comparte un triste espacio con su hermana, junto a un tren que pasa día y noche. Anora carece de calor filial, de contención emocional, de aquello llamado hogar. Quizás tampoco haya terminado la escuela.

Es, sin embargo, una joven altiva, vivaz, desenvuelta y ha aprendido a resolver su vida con la única herramienta que conoce: su cuerpo y su sexualidad. Cada noche se acerca a los hombres que visitan el club y entabla conversación para llevarlos a una sala privada, donde podrá vender un baile por un buen precio. Ya sabe lidiar con las miradas lascivas, el lenguaje tosco, el toqueteo burdo. Su desnudez es el escudo con que libra sus mejores batallas.

La Testa Magazine

Una noche, luego del baile privado, Iván, un nuevo cliente, le paga por una noche completa y luego por una semana entera, en exclusiva. Es un chico mimado que puede darle miles de dólares, como si fueran monedas, que para ella son pequeñas fortunas. Se enganchan y comienza el desenfreno. Una semana de fiesta después, deciden casarse. Ella, en una actitud de claro autoengaño, se aferra al espejismo que el engreído heredero parece ofrecer. Cuando nunca se ha tenido nada, la ilusión se prende como garrapata. El corazón cree lo que necesita creer. Anora incluso piensa en pedirle a Iván que la luna de miel sea en Disneylandia.

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