“Y por un solo segundo
yo soy un dios soberano
que hace bailar en su mano
el trompo inmenso del mundo.”
Oscar Alfaro
¿Qué sería del arte sin la tozudez? ¿Y qué serían de las utopías sin la terquedad? En estos días en los que se habla más de resiliencia y reinvención que de perseverancia y resistencia, actuar con obstinación pareciera contumacia. Algún personaje de la nobleza europea del Siglo XVII se animó a afirmar que la terquedad es producto de las mentes pequeñas. Luego, J.K. Lavater sostuvo que la terquedad es la fuerza de los débiles y, más recientemente, la tenista María Sharápova afirmó que la obstinación ha sido parte de su éxito. Habrá que ver los contextos.
En el siglo del pragmatismo, no hay que sino aplaudir a ciertos pertinaces, como Alejandro Quiroga Guerra, el joven director tarijeño de “Los de abajo”. Son más de 10 años desde que comenzó a desarrollar el guión, luego, siete bregando para, en sus palabras, “conseguir credibilidad en el proyecto, financiamiento y colegas que se sumen”, para llegar a cinco semanas de rodaje y 83 minutos de película. ¿Qué es todo esto sino cine hecho con el alma?
“Los de abajo” ha pasado por tres tres festivales internacionales y está alistándose para algunos más. Ha ganado, entre varios reconocimientos, el Premio Golden St. George del Festival Internacional de Cine de Moscú a la Mejor Actuación Masculina para Fernando Arze Echalar, como protagonista y se ha llevado el Premio Astor Piazzolla a la Mejor Interpretación del Festival de Cine de Mar del Plata, logrado por Sonia Parada, la actriz colombiana que coprotagoniza la película.
“Los de abajo” habla de la libertad y de la convicción para con los propios principios y creencias, a partir de un personaje prácticamente acabado: Gregorio.
Gregorio está enojado, ayuda a su madre anciana, rabioso. ¡Deje eso! Le gruñe, para que no levante las pesadas lecheras de metal en las que llevará el líquido recién ordeñado de las pocas vacas que hay en el corral. Las fueron perdiendo y ahora quedan dos o tres. Una de ellas, la preñada, anda perdida por el monte. De vez en cuando se la escucha mugir, no muy lejos, pero tampoco tan cerca como para verla a simple vista, parece que estuviera y que no. La ubicuidad de la vaca perdida a lo largo del metraje provoca angustia, duele escucharla por ahí, sin que Gregorio, el malgenioso, vaya a buscarla. El mugido es recurrente, aunque nunca la vemos; no hasta el final. Goyo, andá a buscar la vaca, la pueden robar. Goyo, los cóndores se comen a las terneras recién nacidas, trae la vaca. Goyo, tu madre necesita la vaca para vender su leche, anda a traerla. Goyo, Goyo, ¿por qué eres tan egoísta? Nunca te involucras en nada. No sabes lo que le pasa a tu hijo. Nunca vas a la iglesia.
Gregorio está enojado, apenas se percata de Olegario, su hijo sin madre que reclama cariño en silencio, con su mirada de perro abandonado. Pero eso no impide que cumpla como padre. Gregorio refunfuña unas sílabas y toma al niño de la mano, siempre de mala gana, lo lleva a la escuela en su bicicleta, lo carga en brazos cuando se fatiga, lo cubre con una manta por la noche, lo protege como buenamente puede, pero nunca le sonríe.
Gregorio ignora a su hijo, no sabe que el matoncito del curso lo acosa y golpea, aunque Olegario jamás se queja. Pero el niño sueña con un trompo y luego de armarse de valor, le pide que le compre uno. ¡Anda a pedirle a tu abuelo! le grita y se va sin despedirse. Más tarde regresará con un trompo recién tallado y se lo dará, sin un mínimo de suavidad.
Taciturno y arrogante, Goyo no logra evitar exponer sus blanduras del todo y se rinde a las caricias de Paula, a su cariño mudo, pero incólume, Se le nota cuando cruza dos palabras con su padre y siente la mirada melancólica del viejo que se va despidiendo de a poquito mientras arranca lánguidos suspiros a su caña chapaca; o cuando recibe los reproches de su madre, que lo alimenta mientras reclama por su vaquilla perdida.

Gregorio está triste, su tierra se está muriendo por falta de agua y no puede sembrar; la acequia familiar se secó hace tiempo, cuando el coronel Iglesias desvió el río para construir un dique que usará para regar sus viñedos y llenar su enorme piscina, con el apoyo del alcalde. Ellos, que viven más arriba, junto a las nacientes de agua, fieles a la ley del más fuerte, usan su poder e influencias para producir uvas y singani, construir muros, canales, represas y piscinas, claro. Así es la vida, ellos se llevan el agua y ahora el violento eres tú, Gregorio, borracho perdedor.
Cada mañana, Gregorio observa a las aves rapaces girando en el cenit y sale con su picota a perforar el suelo en busca de un pozo de agua, pero la tierra seca y dura sólo le escupe piedras, impasibles como los vecinos, asténicos, pusilánimes, cuyas tierras les fueron dadas por el abuelo de Gregorio, aunque ahora eso ya no importa. Cuando se acerca a pedir el apoyo de la comunidad, se ocultan tras el silencio y la indiferencia, es más seguro ignorarlo, pobre tipo.
Paula intenta persuadirlo de irse juntos a la ciudad, pero abandonar no es algo que él siquiera considere. En cambio, la reta “yo quiero lo que me corresponde, ¿usted se quiere quedar? ¡Qué manera de decirle, que quieres estar con ella, Gregorio!
Gregorio se ha enfrentado a todos, su enojo se ha convertido en tristeza, desesperanza y agotamiento. Los gallinazos sobrevuelan desafiando al inclemente sol. La vaca perdida muge a lo lejos y Goyo decide, finalmente, ir a buscarla.
Luego de escuchar, en los créditos a Nilo Soruco, cantando “El trompo”, salimos de la sala en silencio y alguien me dice “qué barbaridad, qué terco el Gregorio”, en tono de reproche. Que terco por luchar por su familia, por tratar de preservar la casa de su madre y su padre, por querer cultivar su alimento, el mismo que llega a los mercados para el consumo de quienes le reprochan su terquedad. Qué tenaz eres Gregorio, tanto lío que haces.
Quién te manda a querer ser libre, Gregorio.
