Tupiceña, muchas arrugas, pocas canas, ni un diente, energía al 100%. “Cuando era niña y había luna llena, mi mamá, ponía un bañador con agua y le hacía dar el reflejo. Después, me lavaba el cabello con esa agüita, para que no tenga canas. Ahora, casi ochenta ya estoy por cumplir y mirá mi cabello, sigue negro”, me dice. Su madre era muda y le tenía prohibido salir a jugar, pero Alcira se escapaba a la cancha todos los días, ahí aparecía la mamá con el chicote, más efectivo que un grito. Ahora Alcira juega básquet con sus amigos de Tupiza en una cancha de El Alto. Por eso me conservo tan bien, afirma, segura de sí. Perdió toda la dentadura, no sé por qué, pero no es difícil imaginar todo lo que pudo influir. Alcira ha luchado cada día de su vida, cuando su padre la abandonó sin reconocerla, cuando su marido la dejó con tres hijos, cuando uno de ellos desapareció, cuando tuvo que criar al nieto que la nuera le dejó y así, cuando toda su vida sigue transcurriendo. Alcira no se queja, se ríe, habla a las aves y comparte su pan con el perro mendigo.
Alcira trabaja como guardia en un garaje, en turnos de 24 horas y es más atenta que sus colegas jóvenes, más alerta que cualquier varón. Alcira ilumina. La miro y me pregunto por qué sigue trabajando, si lo ha hecho desde que era una niña. “Tengo que llevar comida y pañales a mi nieto, que está en el Instituto de Rehabilitación Infantil, en Obrajes. “Amarradito en su silla de ruedas me lo tienen”, dice. “No habla, pero cuando me ve llegar, ¡sus ojos se iluminan!”.
Alcira tiene mil y una historias que disfruta compartir con quien esté dispuesto a sentarse un momento con ella. Doy fe que tiene el don de despachar hasta al más duro, con ganas de ser una mejor persona. Bendita seas, Alcira.
Esta página se ha publicado también en la revista Rascacielos.