El apartamento de 95 m2 se había llenado de visitas. Cada vez que había más de diez personas, la sala se vería repleta, como si todos estuviesen ahí. Helen había ofrecido su pequeño hogar para celebrar el cumpleaños de su amiga. Estaban también los hijos, que llevaron a sus amigos; estaban repartidos por todas las (3) habitaciones, conversaban, preparaban bocadillos, escuchaban música. Helen estaba en la cocina, a punto de vaciar una bolsa de papas fritas en un plato cuando sonó el teléfono fijo. Fue a la sala y al responder una voz jadeante y angustiada le pidió ayuda; al principio no entendió bien, estaba distraída y había ruido alrededor, así que fue a su habitación, cerró la puerta y habló con aquella mujer que pedía, con cierta desesperación, que vaya en su auxilio. Helen no sabía quién le estaba hablando y por qué la había llamado, le preguntó su nombre, la voz entrecortada dijo que se llamaba Ana; “Llame a mi hijo, por favor, es médico, me siento muy mal”, repitió. Helen no la conocía, tampoco al hijo, Gustavo Vera, según le respondió cuando ya preocupada por esa desconocida, Helen comenzó a preguntarle, para intentar hacer algo. Sólo alcanzó a decirle el nombre del hijo, un número de teléfono incompleto y una dirección a medias. La llamada se cortó antes de que pudiera preguntarle más.
En la sala las risas seguían, igual que la música y la conversación; ya pronto sería medianoche y había que celebrar el cumpleaños, el grupo reclamaba su presencia. Helen lo pensó durante fracción de segundo y dijo que sigan sin ella, cerró la puerta, encendió la computadora y se puso a buscar al hijo médico en todos los sitios posibles. No aparecía en Google; luego buscó los directorios de los seguros médicos, de consultorios privados y de hospitales. Encontró un resultado, tenía el número del celular; era médico, se llamaba Gustavo Vera. Si era la misma persona, no importaba que lo despierte a esa hora, si no, pues ni modo, valía la pena intentar. Nadie respondió al primer intento, ni al segundo, ni al tercero, ni al cuarto, todas las llamadas la despachaban a la casilla de voz.
Tenía algo de hambre y sed, pero ya era casi la 1:00 y hacía más de una hora que había hablado con la señora Ana, ¿cómo estaría?. Esa incertidumbre la hizo pensar en alguien a quien pedir ayuda. “María vive por ese barrio”, se dijo y sin considerar el horario, llamó a su casa, nadie atendió y llamó al celular. María respondió sorprendida ¿qué pasó, quieres convocarme a alguna fiesta a esta hora? dijo en voz alta, con un trasfondo de música y voces. Estaba en un bar y apenas podía escuchar a su amiga, tuvo que salir y ya en la calle, entendió la urgencia; estuvo a punto de decirle que olvide el asunto, que lo más probable era que se tratase de alguna broma. Muy pronto se percató de que Helen no descansaría hasta encontrar a esa señora. “No estoy en casa ahora, pero enseguida parto hacia allá y buscaré la dirección que me dices”, le respondió a su amiga. Helen era una de esas personas que con el tiempo y la amistad se había ganado toda su confianza; ignorarla no cabía en las posibilidades.
María había estado de fiesta, había bebido y se sentía cansada y con un enorme deseo de irse a la cama. Esa noche hacía mucho frío, a cero grados, la calle no era un lugar muy agradable. Eran casi las 2:00 am cuando llegó al edificio donde vivía con sus hijos. Mientras iba en el taxi, con el amigo aquél que la había invitado a salir esa noche, le contó sobre la llamada de Helen y su preocupación, trató de persuadirlo de acompañarla a buscar a la señora en apuros. No tuvo éxito, para él era un esfuerzo sin sentido.
El apartamento estaba a varias calles de donde Helen creía que estaba Ana, la señora de la llamada angustiosa. Llamó a su amiga para asegurarse que había una razón real para volver a salir en esa extraña misión. Helen seguía investigando y haciendo llamadas a hospitales y la policía, pues no lograba aceptar la idea de olvidarse del asunto, como si nada hubiera sucedido. A esa hora ya había revisado las redes sociales en busca del hijo, sin éxito y la policía le había dicho que sin la dirección exacta, nada podían hacer. La preocupación de Helen era suficiente para convencer a María de ponerse unos zapatos cómodos, abrigarse más y volver a la calle a buscar el edificio desde donde una remota posibilidad indicaba que Ana había pedido ayuda. Caminó los 500 metros que la separaban del lugar, que estaba completamente vacío, salvo algunos gatos insomnes. Un par de luminarias impedían que la llegada al conjunto de pequeños edificios le cause más espanto del que comenzó a sentir cuando vio que estaba completamente sola. Se acercó a ver si el edificio en el que sospechaba podía estar la señora Ana tenía nombres en los timbres de la entrada. No los tenía.
-Hola Helen, estoy en la puerta del edificio que me dijiste y no hay nombres, sólo números de departamentos, ¿cuál toco? -No sé, la señora parecía que estaba a punto de desmayarse cuando me dio su dirección, dijo que era el departamento 300. -Aquí no hay ese número, en el piso 3 están los departamentos 301 y 302, nada más. No había nadie a quién preguntar, ni portero, ni guardia. María decidió lanzarse a probar. Eran más de las 2:00 am, se congelaba y ya no tenía qué más hacer. Tocó tres timbres, desde la planta baja hasta el piso 3. Una mujer, con la cabeza llena de ruleros, con el semblante furioso, salió a su ventana. -Disculpe que la moleste, señora, pero se trata de una emergencia. -Pero qué le pasa para tocar el timbre a esta hora? Respondió molesta. María le explicó que buscaba a una señora mayor que parecía vivir ahí y que necesitaba ayuda y quizá un médico. La mujer respiró, pensó un momento y controlando en algo su molestia le dijo que no conocía a ninguna mujer mayor, pero que pruebe en el piso 3, porque no estaba segura de quién vivía ahí. María tocó los timbres de los dos apartamentos del piso 3, pero ninguno atendió. Comenzaba a sentirse ansiosa, helada y asustada, cuando vio a dos personas acercarse hacia donde ella estaba, ¿serán borrachos? Comenzó a sentir temor.
Francisco había pasado la velada ideal, tal como la había planeado, no podía estar más contento. En la fiesta a la que había invitado a Valeria logró que ella estuviese a su lado desde que llegaron hasta que salieron. Lo más agradable de esto es que resultó bastante fácil, sin mayor esfuerzo se sentaron a conversar con más fluidez de la que él mismo había imaginado. Estaba expectante de lo que pasaría cuando la acompañe a casa y se despidan. Cuando bajaron del taxi y comenzaron a caminar hacia el edificio donde Valeria vivía, sus planes se vieron extrañamente alterados, pues una mujer estaba parada, sin señal de ir a ninguna parte, en la entrada del inmueble. La despedida con Valeria no podría ser según lo que había imaginado durante las últimas horas. Esa impertinente parecía no tener a dónde ir. Es más, los saludó sonriente. -¿Qué le pasa? Pensó Francisco, ¿qué clase de desconocida es esa que te saluda sonriente a las 2:00 am sin percatarse de que lo único que hace ahí es sobrar?
-Hola chicos, buenas noches, ¿viven en este edificio? -Yo vivo aquí- dijo la muchacha. -Qué bueno- respondió María, necesito su ayuda, por favor. Les explicó brevemente la misión que la había llevado hasta ahí a esa hora y su preocupación por encontrar a la señora. A medida que el relato avanzaba, Francisco comenzó a relajar su fruncido ceño. Esa mujer era extraña, no tenía el estilo de una buena samaritana, más bien parecía una mujer que, con sus cuarenta y pico, su cabello largo y ondulado y la forma de arreglarse, estaba lista para irse a tomar un whisky al bar más cercano. Su historia era algo difícil de creer, pero sonaba sincera. ¿Por qué se había tomado la molestia de ir a buscar a alguien que no conocía, es más, ni siquiera sabía si existía realmente e incluso no tenía la certeza de que vivía en ese edificio? Por otra parte, tampoco parecía una asaltante o ladrona. Decía que había estado en el Equinoccio horas antes, un bar que a Francisco le gustaba mucho. Tampoco parecía ebria. En fin.
Valeria se conmovió al instante con la búsqueda de la viejecita, ofreció entrar al edificio e intentar con algunos timbres. Abrió la puerta y los tres se encontraron subiendo las gradas (no había ascensor) y discutiendo acerca de qué timbre sería más apropiado tocar. Valeria creía recordar a una mujer mayor en el 301. Tocaron, no hubo respuesta, luego el 302. Nada. Repitieron el intento. Nada. Creyeron escuchar ruidos detrás de la puerta del 301, los tres pegaron la oreja a la puerta. A esas alturas, María ya dudaba de estar escuchando algo o imaginarlo.
Llamó a Helen desde ahí. La pareja seguía la conversación atentamente. Hacía frío y estaba oscuro, pero por alguna razón ninguno intentaba irse de ahí. María pidió a Helen que le repitiera el nombre del hijo médico, por si Valeria conocía el apellido y estaba entre sus vecinos. Cuando María dijo Gustavo Vera, en voz alta, Francisco reaccionó al instante: ¡es mi primo!
La situación era cada vez más extraña. Valeria no tenía vecinos con ese apellido. Francisco, que era la primera vez que estaba ahí en su vida, era pariente del médico y sabía que tenía su madre anciana que vivía sola, “pero en otro barrio”, dijo. -¿Tienes su teléfono? María atinó a responder, dentro de su sorpresa. -No, pero lo consigo ahora- respondió sin dudar. Eran las 3:00 am y ese joven llamó, sin pensarlo dos veces, a su abuela, quien de la forma más insólita, le respondió como si fueran las cuatro de la tarde. Se saludaron, conversaron brevemente y Francisco le preguntó por el primo Gustavo. “Está de viaje”, dijo la voz al otro lado del teléfono. -Pedile el número de su casa- inquirió María. Perfecto, lo teníamos. Cuando colgó, le preguntó cómo era que la señora no se había asustado con esa llamada en medio de la noche. -Ahh, no te preocupes por eso, ella tiene insomnio y le encanta charlar a cualquier hora- Francisco no parecía darle importancia a ese detalle. “Si yo llamara a mi madre a esta hora, le daría un infarto”, pensó María. En fin, las cosas iban avanzando, de forma inesperada, ya tenían un teléfono. Se lo pasaron a Helen, ella llamaría para seguir indagando y enviar ayuda a la señora.
María se dio cuenta de que había interrumpido algo entre la pareja y rápidamente les agradeció su ayuda y salió de ahí. Elogió especialmente a Francisco, aún sorprendida de que justamente él haya llegado esa noche hasta ahí.
María regresó a su casa, completamente agotada, más emocional que físicamente. Helen le avisaría en cuanto tenga novedades y un poco más tarde, cuando las aves comenzaban a piar, minutos previos al amanecer, llamó y dijo que había encontrado al hijo de Gustavo, es decir al nieto de la anciana. Le contó todo, desde la llamada de cuatro horas antes y la búsqueda en la que tres personas más nos habíamos involucrado. En resumen, la familia fue a buscar a la señora, que vivía lejos de donde María intentó encontrarla, estaba sola y estaba delicada de salud. Llegaron a tiempo de atenderla y llevarla al hospital.
Eran más de las 4:30 cuando María se acostó, con un sensación de paz que no había tenido en mucho tiempo. Se percató de que nunca tendría una explicación lógica acerca de la razón por la cual esa anciana marcó el número de Helen, esa buena amiga que nunca ha podido quedar indiferente ante alguien necesitado de ayuda. Esta señora, de quien tampoco se supo el nombre completo, la llamó ¿por un error “de dedo”? ¿estaba muy angustiada y marcó al azar? Es poco probable que logre saberlo, “pero eso es lo de menos” pensó, mientras se sumía en un profundo sueño.
Al día siguiente Ana estaba bien y la familia habló con Helen para agradecerle. Ella respondió con su habitual sencillez -no es nada, cuiden a la señora, que no se quede sola- les pidió.